En este artículo abordaremos un concepto de gran importancia en la relación con los menores: la trascendencia y el orden adecuados de la conexión emocional por un lado, y de redirigir la conducta una vez establecida la conexión.
¿Qué hacer primero y por qué?
A menudo cuando un niño/a o adolescente tiene una conducta indeseable, los adultos no sabemos qué hacer o lo primero que hacemos es poner límites, como decirle que eso no está bien, que no se pega, que no se tiran cosas, que no se grita y un largo etcétera. Y además puede ser frecuente hacerlo presos de nuestros propios estados emocionales sin regularnos nosotros primero. Pero poner los límites lo primero, o la regañina, no suele funcionar por dos motivos principales: no se sienten comprendidos o vistos, lo cual aumenta su malestar, se ponen a la defensiva o se genera una pelea y además no aprenden habilidades importantes como son la conexión emocional y a redirigir su conducta. Y esto nos toca a los adultos, ellos/as solos no pueden aprenderlo.
Por tanto, es importante, antes que nada, invitar a los padres de nuestros menores a hacerse la siguiente pregunta ¿por qué ha actuado así? Es decir, ¿qué le estaba pasando en su mundo interno, para reaccionar así?
La conducta es, en realidad, el resultado de una serie de acontecimientos internos como emociones, sensaciones y pensamientos. Cuando los niños son muy pequeños, serán sobre todo emociones y sensaciones y a medida que maduran, se van formando los pensamientos, que van teniendo más presencia. Puede que como adultos nos cueste identificar en los menores la existencia de este conjunto de emociones y pensamientos, porque sus reacciones pueden parecer impulsivas y como salidas de la nada. Muchos padres en consulta dicen cosas como “pero si estaba bien y de repente…” o “no me imaginaba que se podía sentir así”. Pero algo detona la conducta, siempre. Y es la emoción detrás de ésta, la que hay que atender en primer lugar. Una misma conducta puede desencadenarse por emociones y vivencias muy diversas. Tirar algo al suelo puede ser fruto de la frustración, de la rabia y de la impotencia, pero también de la excitación, la dificultad para inhibirse en ciertas edades, la necesidad de que alguien contenga la agresividad, etc.
En cualquier caso, el menor NECESITA sentirse visto y validado en esa emoción, independientemente de que no validemos la conducta en sí misma. Es decir, necesita que empaticemos con ese malestar que no puede gestionar porque aún no ha madurado lo suficiente. Los menores aprenden a regular sus estados internos y en particular sus emociones, a través de sus referentes afectivos o figuras de apego. Y, por tanto, necesitan que primero les mandemos el mensaje de “entiendo que te estés sintiendo así” con aceptación. Si podemos conectar con ellos afectivamente en ese momento, mediante una mirada, contacto físico o alguna frase empática, su sistema nervioso alterado se relajará. Quizás no del todo, pero bajará su nivel de activación. Dependiendo de la edad y de su nivel de desarrollo podremos hablar más o menos, pero lo importante es conectar afectivamente. Y es en ese momento, una vez establecida la conexión entre ambos, cuando están preparados para escuchar y aprender la lección: “eso no se hace porque… “. Si invertimos el orden y empezamos por poner el límite o enseñar la lección antes de conectar afectivamente, simplemente se sentirán todavía demasiado activados, nerviosos, ansiosos, para poder escuchar. Un cerebro activado, no puede aprender. Necesita estar primero en calma para luego poder incluir información nueva o incluso incómoda. Si sigue activado, se pondrá a la defensiva, no se sentirá comprendido y la pelea está asegurada. Puede ser algo como “vaya, qué rabia cuando no salen las cosas a la primera, ¿verdad, cariño?” (es importante que conectemos genuinamente). Y sólo cuando percibimos en su lenguaje corporal que se sienten comprendidos y está preparado/a para continuar, pasamos a redirigir la conducta (por ejemplo “pero no se pega, porque me duele”). Por supuesto hay que adaptar el lenguaje a la edad.
Además, si sistemáticamente damos importancia a sus estados internos empatizando con ellos, también damos mensajes importantes. Por ejemplo, que les aceptamos, aunque no se sientan bien, y eso hará que la comunicación entre vosotros sea más saludable. O que los queremos, incluso cuando están enfadados o se “portan mal” y que estamos ahí también (y especialmente) en los momentos en los que peor se sienten (que suelen coincidir con cuando se suelen “portar” peor). ¡Y eso es cuando más nos necesitan! Gracias a practicar esto con los adultos, aprenderán a tratarse a sí mismos, escuchando y aceptando sus propias emociones, calmándose a sí mismos y gestionando su conducta a medida que vayan madurando. Todo esto es la base de una sana autoestima y habilidades sociales sólidas.
Desde una terapia podemos ayudar a reparar el vínculo entre padres-hijos y trabajar en habilidades comunicativas con menores además de una psicoeducación necesaria. Es importante enseñar a los padres de los menores a leer los estados internos de sus hijos, de esta forma trabajaremos muchos problemas actuales y podremos prevenir problemas posteriores.
Eva Muñoz
Psicóloga General Sanitaria en NB Psicología